El abrelatas

Hasta los tres años, sólo me dejaron jugar con las cucharillas. Con el tiempo me hicieron encargado de poner la mesa, y así tuve acceso a la cubertería pesada: tenedores, cuchillos y cucharas. Eso sí, cuchillos de los que no cortan. Los buenos, el del pan, el del jamón y el machete con el que mi madre serraba los huesos, estaban lejos de mi alcance.
Pero hasta esos fueron cayendo poco a poco. Tan sólo se me resistía una pieza: el abrelatas. Yo me arrimaba cada vez que se atacaba una lata de conservas, pero nada. Me moría de ganas de agarrar aquella máquina por las orejas y rebanarle el pescuezo al bote de berberechos. No se si mi madre tenía miedo de me cortara o de que le echara a perder media despensa.
Y al final me quedé con las ganas. No sé si el abre-fácil llegó demasiado pronto o yo me atreví demasiado tarde, pero cuando quise darme cuenta, la anilla se había convertido en las reinas de las latas y el abridor estaba guardado junto a la licuadora, en el armario de los electrodomésticos que nunca se utilizan.

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