El paraguas de Bautista

Lo cierto es que el señor Bautista nunca salía a la calle sin su paraguas, y eso debían saberlo los mayores que habían compartido vecindario durante 40 años. Sin embargo, durante los últimos meses se había producido una curiosa coincidencia: cuando el señor Bautista salía a pasear con su paraguas, nunca llovía.
Calzado en unos pies torpes y con la espalda de media luna, Don Bautista no abandonaba su vivienda más que para las cosas imprescindibles, básicamente comprar tabaco, del resto se ocupaban sus hijos. Tres o cuatro días por semana se le podía ver por el paseo que conduce al Estanco, siempre apoyado en aquel paraguas con el mango nacarado que, a falta de lluvia, empleaba como bastón. ¿A dónde va con el paraguas con el sol que hace?, le preguntaban los vecinos, y don Bautista respondía “a ti qué carajo te importa”.
Sería por aquellos desaires, al fin y al cabo cosas de viejos, o quizás porque las personas se vuelven irritables cuando la lluvia no limpia el ambiente, pero alguien tuvo un mal presentimiento que relacionaba el paraguas del señor Bautista con la ausencia de nubes. El chisme fue prendiendo entre el vecindario como una chispa en un bosque de verano, cada cual abonaba con presunciones la ya indudable mala sombra de don Bautista, y al fin tomaron una determinación: había que robarle el paraguas al viejo.
Previsible como era el anciano, la operación fue sencilla. Aprovecharon un viaje al Estanco para fingir un encontronazo, uno de ellos topó con el abuelo, otro chutó el paraguas hacia la calzada y los coches hicieron el resto: uno tras otro pisotearon las varillas y el mango nacarado hasta que la sombrilla quedó como un colador. Don Bautista asistió al destrozo con ojos de espanto, se quedó allí plantado como un ciego en la puerta de un cine, y no supo reaccionar hasta que escuchó el primer trueno. Aligeró el paso cuanto pudo, incluso adelantó a los vecinos que ahora se divertían al verle desarmado, pero no llegó a tiempo. Una intensa lluvia comenzó a barrer las calles y el señor Bautista no encontró resguardo, el agua le mojó la frente, después el pecho y finalmente los pies. Las gotas desvanecieron su color, la pintura de los ojos se corrió arrastrando la sonrisa hasta el suelo, y poco a poco se fue arrugando, derramándose como una mancha sobre la acera, porque don Bautista era de papel.

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