El rastro

La convivencia se mide en pelos. En la ducha, en la almohada, en la ensalada. Siempre había un pelo suyo sobre la mesilla de noche, o una pestaña incrustada en la bola del ratón del ordenador.
Pero siempre eran sus pelos, sus uñas, sus escamas, nunca los míos, como si yo no dejara huella de nuestra relación. Meses después de que se fuera, aún encontraba sus migas por la habitación. Fue entonces cuando apareció mi propio rastro: un cabello entre las sábanas, caspa en la almohada, una mancha de saliva en el colchón.
Pronto deduje que eran los ácaros. Dividimos nuestras pertenencias sin problemas, se llevó el vídeo, la lámpara que compramos en Suiza y la butaca del comedor, pero sin avisar, también se había llevado mis ácaros. La llamé indignado reclamando mis ácaros y me dijo que no tenía nada mío, ni un buen recuerdo. La realidad era más triste: ya no me querían ni los que se alimentaban de mí.

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