Las arrugas de mi padre

Mi padre se arrugó cuando yo nací. Eso, al menos, era lo que mi madre le echaba en cara de vez en cuando. Viéndole en su butaca de cuero, con la bata de andar por casa y el periódico en las manos, parecía imposible que aquel hombre hubiese dudado jamás. De hecho, a mis ocho años, yo veía a mi padre capaz de todo, menos de dudar.
Pero se arrugó de nuevo. Estaba sentado en su trono, repasando los papeles, mientras yo leía a sus pies “el abominable hombre de las nieves”. Le pregunté el significado de abominable mientras observaba el dibujo de aquel monstruo peludo. No levanté la cabeza hasta que repetí la pregunta por tercera vez. Desde aquella perspectiva, el periódico me parecía más grande que nunca y él, más pequeño.
Saltó de la butaca con la excusa de ir al lavabo, pero le vi perderse por el pasillo en la dirección opuesta. Le encontré en la habitación de los libros, con un diccionario en las manos. Cuando me vio junto a la puerta, puso la misma cara que yo cuando me descubrían haciendo algo malo. Como si el abominable fuera yo.

This entry was posted on domingo, marzo 19, 2006. You can follow any responses to this entry through the RSS 2.0. You can leave a response.