Las manos

Tomé un sorbito de café mientras le cambiaba el filtro a la cafetera. De tanto sudar por los costados, el café había dejado una costra negra que se resistía a las friegas de nanas y mistol.
Después recogí la cocina y limpié los mármoles con desengrasante. El producto irritaba como la cebolla y me dejó las manos tan ásperas que podía frotar sin estropajo. La piel se reblandeció otra vez cuando la puse en remojo en la taza del váter. Limpié todo el baño con lejía, fregué el suelo con abrillantador y borré las huellas de las ventanas con un líquido limpiacristales.
Dos horas después, mis manos habían envejecido diez años. Las unté de crema y, de repente, cobraron un olor familiar. Un aroma que me recordaba a cuando era niño, como el olor a cordero que sube los domingos por el patio de luces, o el perfume a jazmín del patio de mi abuela.
Aquella mezcla de lejía, mistol, crema y desengrasante me resultaba extrañamente agradable. Olía como mi vida, como mi casa, porque aquel era el olor de las manos de mi madre.

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