Luciérnagas rojas

Omar y Rashid parecen cerillas corriendo sobre una lija. La tierra del suelo arruga el aire como el aceite hirviendo, pero los chiquillos no dejan de correr tras la pelota. Aparecen tras una casa de adobe y se pierden detrás de la otra, en un nudo de piernas, sudor y empujones. Como siempre es un partido sin porterías, compiten por mantener el balón entre los pies, y el partido acaba cuando ya no pueden más, en una posesión final que gana el que consigue sentarse sobre la pelota.
Hoy ha ganado Rashid, que descansa sobre su trono de cuero mientras el sudor le derrite una cara de chocolate. De repente algo llama su atención, un par de luciérnagas rojas que se acercan hacia ellos, bailando sobre el calor.
Nunca había visto luciérnagas de día, y de hecho tampoco nunca las había visto rojas, por eso Rashid y Omar las miran con ojos de red y de trampa.
Las luciérnagas siguen paradas en el mismo punto, agitándose nerviosamente sobre la arena. Los chavales se han levantado lentamente y se acercan hacia ellas con sigilo, como han hecho otras tantas veces para cazar saltamontes.
Pero las luciérnagas son mucho más rápidas que los cigarras, y de repente una salta sobre el tronco de un árbol mientras la otra se posa sobre la pared de una casa. Omar y Rashid se hablan con la mirada, tú vas a coger esa y yo me ocupo de la otra. Omar le lanza tres ataques por la espalda, pero la polilla parece ver sus intenciones y salta de un lugar a otro evitando la emboscada. Rashid se mantiene a la espera, concentrado en el compás del insecto, buscando un punto por el que pase dos veces para tener la mano cargada cuando llegue tercera, y por fin lanza un revés que acierta de lleno a la bombilla roja.
-¡La has matado¡-, le dice Omar, -¡eres un bestia¡. Rashid sigue con la mano pegada al tronco, esperado alguna sensación que no llega, un roce, un zumbido, unas alas que le hagan cosquillas. Nada. Al levantar la mano no hay nada, se giran rápidamente y las encuentran un par de metros más allá, enredadas en una baile burlón de tú-no-me-coges.
Se desata entonces una carrera alocada de fintas y pisotones, patadas al aire y manotazos sin suerte. La caza se ha convertido en un reto, pero sobretodo en una diversión, tanto que Omar y Rashid han dejado olvidado el balón e intentan contener la risa porque la fuerza se les va por la boca.
Después de unos minutos de persecución, las luciérnagas deciden cambiar de estrategia y corren hacia los chiquillos, que se quedan clavados sobre la arena. -¡Van hacia ti¡-, le dice Omar a Rashid, -no te muevas, estate quieto que son tuyas. Efectivamente, las dos luces avanzan lentamente hacia Rashid, que sigue sus movimientos con atención: se acercan a los pies, ascienden por sus tobillos hasta las rodillas, y de allí pasan a las palmas de las manos.
Rashid las extiende hasta formar una cruz, y por primera vez sonríe mientras dedica a su amigo una mirada de poder y satisfacción: -Mírame Omar, soy un domador de luciérnagas, mira como bailan sobre mis manos.
Las bombillas rojas parecen dominadas por Rashid, juega con ellas como si las tuviera hipnotizadas, aplicándose en un baile extraño y fascinante que mantiene a Omar con la boca abierta. Un segundo después parece que los insectos despiertan, desatienden el compás que marca Rashid y comienzan a danzar por el pecho y el cuello, para posarse finalmente, una junto a la otra, entre medio de las dos cejas.
Omar no pueden contener la carcajada por la ocurrencia de las luciérnagas, justo cuando suenan dos disparos y la cabeza de Rashid estalla frente a lo ojos de Omar, sobre sus dientes blancos y la frente sucia, sobre el pecho descubierto y las cuentas de su collar. La sangre se coagula antes de llegar a la tierra. La pelota olvidada, teñida de rojo, casi parece un corazón.

This entry was posted on lunes, marzo 20, 2006. You can follow any responses to this entry through the RSS 2.0. You can leave a response.