Arrabal

La señora Paca descolgaba las tetas por la barandilla del balcón, regando la calle con el agua sucia de la fregona. Los hombres silbaban desde el bar y ella escupía al vacío simulando desprecio, retando a un valiente que devolviese a su casa viuda el aroma de masaje de afeitar, pero nadie tomada la alternativa.
Yo miraba a doña Paca sentado en mi balón, con los codos sobres las rodillas y la cabeza reposada en las palmas. También veía a doña Úrsula tejiendo mantelerías. Enrollaba la madeja en una silla y se pasaba las tardes con las agujas hasta que subía por la calle su marido, el Pericón, borracho como una cuba y resoplando aguardiente de Zalamea.
Cayendo la noche tomaba la esquina Carmelilla la Porteña, una argentina que pasó por Cuba buscando mejor condición, y reculó hasta España con un negro sandunguero que le dejó un regalito en la panza. El cubano se fugó a los cuatro días, y ella tuvo que alquilar sus muslos para dar de comer a la parentela.
Cuando Carmelilla se aburría, cruzaba la acera hasta mi portería y me susurraba con voz de miel: "¿Qué miras corazón, quieres soplarme la bemba?", y yo corría hacia el interior escupiendo como doña Paca, y ella chutaba calle abajo mi pelota.
Después se alejaba riendo a carcajadas, y yo volvía a recoger mi balón pasando por su esquina hedionda a perfume de mora, y por delante del bar que olía a tabaco y a loción, y por la pescadería de Antonio Antón, donde las mujeres compraban jurel, pedían manojos de perejil y se contaban sus cosas.

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