Disfraces

Cuando los indios llevaban plumas y los vaqueros espuelas, los niños sólo queríamos disfrazarnos de Toro Sentado y Búfalo Bill, claro que nuestros modelos estaban sacados del Cinemascope. En aquella época, las niñas se disputaban el disfraz de mora, compuesto por un vestido de gasa y pulseras en los tobillos, y el de moro tampoco era poca cosa: un turbante con una gran piedra, las manos ensortijadas, el fajín rematado con borlas y unas babuchas de malandrín.
El disfraz de negro no era pomposo pero llevaba arma, y eso era casi tan importante como lo otro. Porque los negros que conocíamos cuando sólo habían dos canales de televisión, llevaban un hueso en la cabeza, un taparrabos de leopardo y, eso sí, una lanza para cazar leones. Y aquello era muy grande, porque lo único que había visto cazar en mi vida fue la liebre que atropelló mi padre con el 124 un verano camino del pueblo.
Desde que la televisión tiene más programas que la lavadora, los negros, los moros y los indios ya no son lo que eran, y los niños prefieren disfrazarse de Pikachu, de Chenoa o de Spiderman. Claro que no me imagino a un crío vestido de marroquí, pidiendo papeles en la Delegación de Gobierno y cargando los remos de una patera; u oculto tras la máscara cadavérica de un niño somalí, con una mosca en los labios y un buitre rondando sobre su cabeza.
El único disfraz que no ha cambiado en todos estos años es el de cowboy, ellos siguen con los modales toscos, el sombrero tejano, e imponiendo su ley con las pistolas.

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