El sol de los pobres

El sol apareció esa mañana más radiante que otros días, había engordado por los menos diez kilos y tenía los rayos de punta, como lo pintan los niños. Se sentía con fuerza suficiente para arrastrar consigo a la primavera, alargar los días, florecer los cerezos y hacer que las personas se despojasen de ropa como las cebollas.
La gente acostumbraba a recibirle con las puertas abiertas, guardaban las sábanas de franela y colocaban las de algodón, le daban la vuelta al colchón y colocaban flores en las mesillas. Después revolvían los armarios ocultando al fondo los abrigos de guata y de visón, las chaquetas de pana, los trajes de cheviot. Cambiaban los zapatos de invierno por los de verano, los hombres se vestían de alpaca y de lino, las mujeres de gasa y encajes, y pronto cobraban un tono de piel más rollizo.
Entonces el sol se dirigió a la primera casa y forzó las rendijas de la ventana hasta abrirla de par en par. La minúscula habitación estaba ocupada por cinco niños enclenques, vestidos con muchos remiendos y algunos trozos de camisa. El colchón no tenía sábanas y con las perchas de los armarios se habían inventado unas cañas de pescar.
Los niños achicaron los ojos porque el brillo les cegaba, y así no pudieron ver como el sol se retiraba, pálido como un garbanzo, y pensando que esta vez se había equivocado de casa.

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