El velatorio

Mi madre insistió en que me pusiese un traje para el velatorio. Los trajes están para estas cosas, me dijo mientras planchaba la camisa de los domingos de mi padre.
Una veintena de personas velaban el ataúd cuando llegamos a la puerta del tanatorio. Desde allí parecían una bandaba de cuervos, todos vestidos de negro, susurrando en voz baja y mirando de reojo al difunto. Mi padre su sumó a uno de los corrillos, mi madre acudió a dar el pésame a la esposa y yo caminé dando círculos sin acercarme demasiado al cajón.
Al abrirme hueco entre las americanas negras y las camisas con crespón, descubrí que en muchos casos aquello no era más que un postizo. Bajo el hábito de funeral, unos vestían las historias que contaban los periódicos, otros la camiseta de su equipo de fútbol, e incluso había alguno incapaz de disimular el vistoso color de la ropa interior que había elegido para la ocasión. En medio de aquel baile de máscaras, la viuda y los hijos parecían los únicos que bajo el luto se encontraban rigurosamente desnudos.

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