Intimidad de cristal

La luz se filtraba por las rendijas de la persiana, caminé a tientas hasta la ventana y la abrí de par en par. En la inmobiliaria me habían dicho que el piso llevaba cerrado apenas unas semanas, pero el olor delataba unos cuantos meses más. No había muebles ni rastro del anterior inquilino, no había cuadros, no había lámparas, apenas unas bombillas en los casquillos.
El apartamento era exactamente como me habían explicado en la agencia de alquiler. Lo que más me había llamado la atención era que el edificio no tenía rellanos, el ascensor desembocaba directamente en la puerta de la vivienda. La botonera tenía un pulsador para cada puerta: 1º Primera, 1º Segunda, 2º Primera, 2º Segunda, y así sucesivamente. Cuando llegabas a la planta correspondiente, se abría la pared izquierda o la derecha del ascensor, y detrás estaba la puerta de cada vivienda.
Lo sesenta metros cuadrados del interior estaban distribuidos en un amplio comedor, dos habitaciones aceptables, una cocina completa y un baño decente. Sin embargo, nadie había mencionado que todo el piso estaba cubierto por una horrorosa moqueta verde. Las paredes, los techos y el suelo tapizado producían una sensación claustrofóbica, probablemente por eso el comercial de la agencia había pasado el detalle por alto.
Desde luego no pensaba hacer reformas en un piso de alquiler, ni siquiera sabía el tiempo que iba a vivir en la ciudad, lo que durara el trabajo. Pero un cuarto de hora después de entrar por la puerta, necesitaba de un modo imperioso eliminar todo aquel forro de la superficie. Una vez desprovista de la moqueta y con una mano de pintura, la vivienda sería mucho más acogedora.
Comencé por la habitación principal, el material no estaba demasiado adherido al tabique y la primera pieza cedió rápidamente. Una gran claridad se derramó por la habitación, reculé un par de pasos y me quedé extrañado, parecía que habían tapado una ventana con la moqueta. Me acerqué de nuevo al vidrio buscando el marco, pero no había ningún cierre y el cristal no daba a la calle, sino a una habitación contigua.
Arranqué el resto del tapiz sin dificultad, una tras otra fueron cayendo todas las piezas de la cubierta pero ninguna ocultaba la puerta. Comencé a golpear el muro de cristal con las manos buscando alguna rendija y en ese momento apareció una chica en la habitación. Me asustó verla entrar de improvisto, como si me hubiese sorprendido robando, pero de inmediato reaccioné golpeando el vidrio para llamar su atención. Le hice gestos, grité y golpeé más fuerte en el muro, pero no parecía verme ni escucharme.
La chica cogió unas bragas y un sostén de la mesilla que había junto a la cama y abandonó la habitación. Me quedé desconcertado. Sólo entonces reparé en que las paredes de esa otra habitación también eran transparentes. Excepto el trozo que tapaba su armario, podía ver a través del muro el comedor del piso contiguo, la cocina y al fondo la chica, que entraba en el baño.
Mis ojos recorrían la estancia como una mosca encerrada en un vaso. El suelo y el techo del apartamento de la muchacha también eran de cristal, y hasta donde me alcanzaba la vista, todos los pisos del edificio eran completamente transparentes, ¿todos menos el mío? Me puse a despegar furiosamente la moqueta que cubría las paredes, después el techo y finalmente el suelo. Pasé de una a otra habitación, tardé casi dos horas en desnudar toda la vivienda, para descubrir que el apartamento era una estructura de vidrio.
En el piso de arriba, un matrimonio miraba el televisor, dos chiquillos jugaban en la habitación que se correspondía con mi dormitorio y la chica de al lado estaba ahora maquillándose en el lavabo. Bajo mi cocina había otra exactamente igual y una pareja discutía en el lavadero, un calvo trabajaba frente al ordenador y una señora hacía la cama de la habitación de matrimonio.
Corrí de un lado a otro, golpeé los cristales intentando que alguien se percatara de mi presencia, pero yo mismo parecía transparente: nadie me veía, nadie me escuchaba, nadie miraba hacia mi apartamento. Cogí la chaqueta que había dejando en la entrada y salí corriendo a la calle.
Los pies me llevaron al parque, me giré para mirar la fachada del edificio. Parecía tan normal desde fuera, como un edificio cualquiera. Me puse a correr de nuevo hacia la oficina de la inmobiliaria, pero la persiana estaba bajada. Sábado a las tres de la tarde, la agencia no abriría hasta el lunes por la mañana, qué hacer hasta entonces. No conocía a nadie en la ciudad, había llegado un día antes para incorporarme a un nuevo puesto de trabajo, apenas había tenido tiempo de formalizar por escrito el contrato de alquiler. Seis meses por adelantado, todo el dinero que tenía ahorrado, si gastaba lo poco que me quedaba en una pensión, apenas llegaría a fin de mes. No podía solicitar un adelanto, no es una buena carta de presentación en una empresa.
Quizás podría aguantar en el piso hasta el lunes, después iría a la inmobiliaria, aclararía esta broma, conseguiría otra vivienda. Aún intentaba serenarme cuando el ascensor llegó a mi planta y metí la llave en la puerta. El piso me pareció mucho más luminoso que la primera vez, la luz que entraba por las ventanas se sumaba a la que se filtraba por los tabiques desnudos. No encontré a nadie en la portería, así que recorrí todo el piso buscando un nuevo encuentro con mis vecinos, quería que me vieran, que alguien saliese a la calle y me explicara qué sucedía en aquel lugar.
La pareja de arriba seguía sentada en el comedor. Parecía un matrimonio normal de unos cincuenta años, los dos chicos que jugaban con la consola en la habitación debían ser sus hijos. Lo único que tenía a mano era la escoba y el mocho que había comprado por la mañana, así que empleé el mango para golpear el techo. Nada.
La chica rubia había desaparecido, pero abajo, sentados en la cocina, había dos personas. Uno era el calvo que antes estaba sentado frente al ordenador, a su lado estaba la señora que discutía en el lavadero. Me tendí boca abajo en el suelo y los estuve observando durante un rato. El fluorescente parpadeó y por primera vez la mujer levantó la cabeza y me miró fijamente. Restregué las palmas por el cristal, le hice aspavientos con los brazos, ella se subió a la silla y extendió las manos hacia mí, pero se pararon al llegar al fluorescente, lo hizo girar para eliminar el parpadeo y volvió a sentarse de nuevo.
Definitivamente, no podían verme, quizás mis tabiques eran opacos desde el otro lado. A medida que fueron pasando las horas, una variedad de personas comenzó a circular por encima de mi cabeza, bajo mis pies y en el piso de al lado, al llegar la noche ya tenía a cada uno situado en su lugar.
No dormí en toda la noche y tampoco descansé durante el día siguiente. Pasé las horas siguiendo los pasos de esos desconocidos a los que podía ver en su intimidad. La rubia del piso de al lado volvió a media noche y se acostó, la vi desnudarse antes de meterse en la cama, y de nuevo asistí como un ritual a su ducha matutina. Los apartamentos eran simétricos, así que su cuarto de baño y el mío tan sólo estaban separados por el muro transparente contra el que apoyaba su precioso culo. Le froté la espalda y los pechos desde mi lado del metacrilato hasta que el vapor consiguió aislarnos.
El lunes fui directamente al trabajo sin pasar por la inmobiliaria. No pusieron demasiados impedimentos para concederme unos días libres antes de incorporarme a la oficina, aludí unas cuestiones de papeleo, la mudanza, problemas con el alquiler. Al salir de allí me fui directamente a casa. Aquella impunidad con la que podía introducirme en la vida de otras personas comenzó a parecerme muy atractiva, casi obsesiva. Les observaba a todas horas, hiciesen lo que hiciesen, en la cama, en el lavabo, no tenía reparos.
Comencé a conocer a los inquilinos de aquella pecera profundamente. No podía escucharles, pero ni falta que hacía, casi todo lo que hacían era tan primario que no requería explicación. Apenas hablaban entre ellos, cocinaban, limpiaban, miraban la televisión, duchaban a sus hijos, se acostaban y hasta el día siguiente.
Intenté coincidir con ellos en la entrada del edificio, pero fue imposible. Podía pasar horas aguardando en la puerta que ninguno de ellos abandonaba su apartamento, sin embargo, cuando yo estaba en el interior, les veía salir y entrar con normalidad. Como el ascensor iba de la puerta de su piso a la calle, me era imposible interceptarlos en el camino. La única salida era la escalera de incendios, pero los de la inmobiliaria no me había dejado una llave y yo no pensaba pasar a preguntar.
En más de una ocasión me pareció que se entretenían mirando hacia mi apartamento, entonces me quedaba rígido, clavado en el asiento como si me hubieran descubierto, pero después desviaban los ojos sin mostrar el más mínimo interés. Una mosca, un ruido o una mancha en la pared debía haberse entrelazado entre su mirada y la mía, sólo que yo les observaba y ellos a mí no.
Lucía, como había bautizado a mi vecina rubia, me comenzó a interesar mucho, y no sólo por sus hechuras. Al principio atiborré mi morbo con su desnudez, la espiaba en la cama, en la ducha, en el sofá, pero al poco eso se convirtió en algo cotidiano y descubrí otros aspectos. Lucía tenía gustos literarios y musicales parecidos a los míos, estudiaba filología inglesa, y aunque cada noche hablaba casi una hora por teléfono, supuse que debía ser con sus padres, a los que tenía en una foto en el escritorio, porque no le conocí a ningún novio.
Pasados unos días, el morbo de la situación se fue apaciguando y a excepción de Lucía, el resto de los vecinos me parecieron menos interesantes. La señora de abajo se enfrentaba a diario con su hijo, las discusiones frecuentemente subían de tono, y el marido, el calvo, se recluía en una habitación huyendo de los problemas. En el polo opuesto se encontraban los vecinos de arriba, una familia tan correcta como aburrida, tan perfecta, con unos entretenimientos tan de andar por casa. Eso sí, ella le ocultaba dinero en un cajón del armario y él guardaba en un rincón de la cocina una botella de anís a la que atizaba tragos furtivos.
Casi diez días después de poner un pie en la casa, seguía sin haber cruzado palabra con alguno de los vecinos. Bajaba en el ascensor justo detrás de ellos, pero una vez en la calle se esfumaban sin dejar rastro. No podía soportar aquella situación, de modo que la mañana siguiente esperé a que Lucía abandonar su vivienda y salí detrás suyo. Como siempre, no la encontré en la calle, así que tomé de nuevo el ascensor pero esta vez oprimí el botón de su piso. Al llegar a nuestra planta se abrió la puerta contraria del elevador, y forcé la cerradura de su apartamento hasta que cedió.
No me fue difícil orientarme en el interior de su vivienda, la conocía a la perfección, así que fui directo a la habitación que lindaba con mi dormitorio, y allí encontré mi cama, mi alfombra, mi ropa, sólo faltaba yo. Lucía podía verme igual que yo a ella, me había contemplado desde el primer momento, y desde su apartamento también se podía ver la vivienda de los vecinos de arriba y abajo, las paredes eran tan trasparentes como la de mi apartamento.
Volví a mi piso desconcertado, me senté en el comedor buscando una respuesta a todo aquello. Lo único que se me ocurrió es que yo no les interesaba lo más mínimo, respetaban mi intimidad y respetaban la intimidad entre ellos, un respeto que yo había violado desde el primer momento. Al cabo de unos minutos levanté la cabeza y advertí que, por primera vez desde que llegué al piso, todos los vecinos se habían girado hacia mí y me observaban fijamente. Lucía volvió de repente, entró en su habitación, se apoyó en la pared y me dedicó la peor mirada de desprecio. La situación se mantuvo así durante unos minutos, y después todos comenzaron a moverse, sacaron telas de los armarios, moquetas verdes como las que forraban el interior de mi vivienda, y cubrieron los tabiques completamente, aislándome de ellos.
Estuve gritando y golpeando sus paredes durante días, arañé el cristal con las manos, con los cuchillos, el ruido me ponía los pelos de punta pero ellos no parecían advertirlo. Estaba angustiado, necesitaba desnudar las paredes porque aquella incomunicación me asfixiaba, necesitaba recuperar su confianza y demostrarles que había comprendido. No conseguí que descubrieran ni un centímetro de la pared para ver como estaba, ni les interesé entonces ni les interesaba ahora.
Unos días después recogí mis cuatro pertenencias y abandoné el apartamento, el trabajo y la ciudad. He vuelto alguna vez por allí y desde la calle he visto luz en mi habitación. Desde fuera todo parece tan normal, un edificio vulgar como cualquier otro.

This entry was posted on sábado, abril 01, 2006. You can follow any responses to this entry through the RSS 2.0. You can leave a response.

One Response to “Intimidad de cristal”

david dijo...

Hasta la fecha, la historia más larga que he escrito, seis hojas. Bueno, ya sólo me quedan 294 páginas para completar mi primera novela...