La concha vacía

La mujer que quiso ser feliz tiene las manos más ásperas que la piedra pómez.
Repasa el lavabo con la gamuza y enjuaga la concha de los jabones. Su marido recogió esa caracola en una playa de Galicia, dijo te quiero en el interior y la tapó con la mano, para que nunca se escape el mar ni el amor, le dijo, de este viaje de novios.
De eso hace más de 40 años, y ahora ronca en la habitación mientras su mujer limpia el lavabo. La concha aún encierra el recuerdo, pero ella casi preferiría que los jabones hubiesen borrado su huella, porque así no estaría frente al espejo comprobando que sus ojos han perdido brillo y que el futuro ya no es lo que era.
El vapor del agua caliente nubla el espejo y su imagen se desfigura para recobrar por un momento la silueta esbelta de los años mozos, los pechos que ofrecen abrigo, los labios que cambian besos. La concha está allí, tan repleta de mar y de amor, y sobre el espejo empañado aparece también su marido, plantado a su espalda, ella se encoge esperando un abrazo, pero el abrazo no llega.
El hombre cruza hacia la derecha, se detiene frente al retrete y le da los buenos días mientras orina salpicando el filo, e incluso fuera. Ella intenta una sonrisa, y al borrar con la gamuza el vapor del espejo, descubre que es tan triste como la concha que acaba de tirar a la basura.

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