Muerto de una vez

Federico Martínez se despertó con la boca amarga y la garganta seca, y decidió morirse sin más, de buena mañana. De haber tomado un café igual se hubiera venido arriba, porque el desayuno le reconfortaba mucho, pero consideró más apropiado palmar con el estómago hueco.
Como no era hombre de complicarse la vida, simplemente dejó de respirar y se murió finamente, no dijo ni mú. Estuvo más de un día tieso como una vela sobre la cama, al segundo miró el reloj de la mesilla con el rabillo del ojo, y al tercero decidió levantarse, porque en el trabajo debían comenzar a echarle en falta.
Tenía una cara de muerto horrible, así que se afeitó a conciencia y tomó una buena ducha antes de salir por la puerta de casa. En la oficina le aguardaban inquietos porque no había faltado a su puesto en 24 años de oficio, así que recibieron la noticia de su muerte con cierta tranquilidad. -“Decía yo, Don Federico, que usted no falta si no es por un buen motivo, nos ha dado usted un susto horrible”.
Todos parecían ya calmados cuando se acercó una administrativa joven y le advirtió que tenía mala cara.
-“Algo pálido sí estoy, pero digo yo que lo normal de un muerto”, se inquietó Federico.
-“Uy, qué va, le dijo la chica, -a mi tío lo enterramos hace un año y se mantuvo sonrosado hasta el último responso. Lo amortajaron con mucha gracia, incluso le dejaron una ceja arqueada para darle más empaque. Hágame caso, Don Federico, vaya a ver al médico que esas cosas son muy traicioneras”.
Con una inquietud mal disimulada, Federico Martínez se fue al médico de cabecera y pidió un diagnóstico: -“Parece un caso de catalepsia, ¿tiene usted antecedentes familiares?”.
-“Pues no sabría decirle, pero no me asuste, ¿no me moriré de esto?”, preguntó Federico.
-“No sufra, que muerto ya está”.
-“Me quita usted un peso de encima”, dijo Federico aliviado.
-“Pero se ha muerto usted sólo un poquito. Tesón y paciencia, don Federico”, concluyó el médico.
Angustiado por la visita, el difunto apenas abrió la boca para preparar el funeral con los familiares. Algo discreto, sin pompa ni boato, tirando a entrañable. Planchó el traje de los domingos con la raya del pantalón bien marcada y las puntas de las solapas almidonadas, se calzó los zapatos de charol y fue recibiendo en el velatorio a la parentela.
“Qué disgusto más grande”, se comentaba en los corrillos, “el pobrecito se muere como Dios manda y a última hora le descubren una catalepsia”. “Y es que no somos nadie, Federico”, le reconfortaban los amigos, “quién te iba a decir a ti que esa palidez y ese frío en el cuerpo no eran de muerto, sino de una catalepsia que ya te latía por dentro”.
Fue tan buen muerto como había sido en vida, todo un caballero. Consoló a los familiares más afectados, agradeció la presencia a todos los visitantes, incluso a los de compromiso, y mantuvo siempre la cabeza gacha, como avergonzado por sentirse protagonista de su propio entierro.
Lo último que hizo antes de retirarse hacia el ataúd fue saludar educadamente a los portadores del féretro y despedirse con la señal de la cruz. Partieron en silencio hacia el campo santo y allí lo introdujeron en el nicho familiar, bajo un manto de coronas de rosas y crisantemos.
Después de dos días de duelo, el cortejo fúnebre abandonó el cementerio con la cabeza baja y susurrando entre ellos: “...el pobre se ha ido pensando que padecía una catalepsia, y resulta que estaba bien muerto. No puede uno fiarse de los médicos”.

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