Reconocimiento

Bajé a la calle con la Polaroid y fotografié a los primeros diez hombres que pasaron por delante, después giré la cámara y me hice un retrato. Al llegar a casa saqué las instantáneas del bolsillo y las colgué en un corcho: todas eran personas corrientes, vulgares, tan mediocres como yo. Estuve observando las fotografías durante unos minutos, incapaz de identificarme en aquella rueda de reconocimiento.
Al final distinguí una expresión familiar en una de aquellas caras grises, un hombre insignificante con pinta de oficinista, con mujer y dos niños, difícil de describir por falta de rasgos. Guardé la fotografía en el bolsillo de la americana y salí hacia el trabajo. Nadie me saludo al entrar en la oficina, nadie me invitó a tomar café ni a comer juntos, acaso un “perdón” sin mirada cuando nos apretamos en el ascensor. Me pareció extraño, aunque bien es cierto que si algo me significaba en esta vida, si en algo destacaba, era en pasar desapercibido.
Volviendo del trabajo me detuve un segundo a comprar tabaco y saludé a Martín, el estanquero. Martín me extendió el paquete y soltó un “hola” entre sorprendido y desconfiado, como si le extrañara que yo conociese su nombre. Me encogí de hombros, guardé el cambio y volví a la calle.
Al llegar a casa encontré a los niños en su habitación, mi mujer aún no había llegado. Asomé la cabeza por la puerta, me ojearon con desinterés y volvieron a sus cosas. Les pregunté qué estaban estudiando, ¿estudiando?, repelieron con desprecio, pero si hace un año que dejamos el Instituto. Cerré la puerta al salir.
Me quedé sentado en el sofá durante algo más de dos horas, mi mujer pasó de largo por el comedor sin reparar en mi presencia y a los pocos segundos volvió sobre sus pasos. Nos quedamos mirando tristemente hasta que ella rompió el silencio con un “tenemos que hablar. Tú no eres el hombre que yo conocí hace años, parecemos dos desconocidos, esto tiene que acabar”.
Solo hablo ella, pero a medida que lo hacía comencé a reconfortarme con una idea: me había equivocado de fotografía, aquel hombre gris y absurdo con el que creí identificarme por la mañana no era yo. Al tomar su retrato había interpretado su vida y no la mía, por eso nadie me conocía, ni en la calle, ni en el trabajo, ni en el estanco. Eso explicaba que no supiera la vida de mis propios hijos y que mi mujer de repente me considerara un extraño.
Con esa sensación de alivio me fui hacia la habitación y volví a mirar las nueve fotos que estaban colgadas en el corcho, a las que uní la que guardaba en el bolsillo de la americana. Esta me pareció entonces la más impropia, y aquel pobre diablo el más miserable de los diez, así que me concentré en las restantes para adivinarme en alguna de aquellas personas. Después de unos minutos, se me ocurrió comparar las fotografías con la del carnet de identidad. Una por una fueron cayendo las esperanzas hasta llegar a la última: el pobre diablo era yo.

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