Tarde de toros

Sonaban las cinco de la tarde en el reloj de la peña taurina cuando los tertulianos interrumpieron el mus para examinar a aquel espontáneo que estaba plantado junto a la puerta. Tocado con un sombrero, charol en los zapatos y un traje recién planchado, el desconocido lucía un empaque que calmó la desconfianza de los habituales: aficionados al toro, antiguos espadas, monosabios y banderilleros.
Se dirigió al fondo de la sala, donde estaban colgados los cuadros y trofeos de los grandes del toreo, desde Belmonte y Guerrita hasta Ordóñez y Curro Romero, extrajo del sombrero algo parecido a un punzón y rasgo todos los lienzos. Los tertulianos corrieron hacia él como si hubiesen notado el pinchazo, pero entonces el toro se despojó del disfraz y les mostró dos pitones como dos estoques de acero.
El más valiente de todos ellos tomó de una vitrina los trastos de Manolete y se dirigió hacia el morlaco, que escarbaba con las pezuñas levantando arena de los azulejos. En la primera envestida le desbarató la ingle con una cornada mortal de 25 centímetros, y así fueron cayendo, uno tras otro, todos los que tomaron la alternativa en aquella tarde de venganza y resentimiento.

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