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La ciudad que no llega

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Le dijo llévame, anda, aunque sea la última vez. ¿Pero Teresa? Pero nada. Por última vez, y acompañó la súplica con una mirada tierna que tuvo que traspasar dos laberintos de cataratas, pestañas canosas y cristales de culo de vaso para llegar a su destino. Aún estaba esperando la mirada de vuelta cuando notó que le estiraba de la mano. Vamos. ¿Pero cómo? Pues como siempre, en autobús.
El 28 asomó por el fondo de la calle y él volvió a tomarla de la mano, como aquella arde en que fue a buscarla a casa de los señores para acompañarla de vuelta al Carmelo. En las primeras cuestas ya le había ceñido a la cadera un cinturón de yemas endurecidas por el cemento, a la altura del parque Güell grabó sus iniciales a punta de navaja en el respaldo del asiento, y llegando a la cima le deslizó un anillo en el dedo. Ahora sus manos eran un manojo de huesos y venas, pero aún conservaban la firmeza suficiente para auparla al interior del autobús y acompañarla al asiento.
Se apearon en la calle de la Gran Vista y apoyándose el uno en el otro cruzaron campo a través siguiendo la trocha que llevaba hasta las baterías antiaéreas. En torno a los viejos cañones, entre la maleza y los esqueletos de motos desguazadas, aún se distinguía la huella de las barracas, un rastro de baldosas de cocina, tazas del váter y tramos de tabiques que algún día separaron la miseria de la intemperie. Si por él fuera, aún seguirían viviendo en aquel cerro donde los pobres disfrutaban de las mejores vistas de la ciudad. Incluso cuando nació el primer niño, él seguía diciendo que debían quedarse, que tarde o temprano la ciudad treparía hasta allí con su madeja de calles, farolas y cañerías de agua corriente.
Quizás por eso no había querido volver, para no reconocer lo que ahora podía comprobar con sus ojos: que la ciudad seguía allí abajo, con su cinta de mar, sus calles trazadas con tiralíneas y la Sagrada Familia, con la ayuda de algún nuevo edificio de diseño, rompiendo el horizonte como un accidente. A lo alto del turó de la Rovira, sin embargo, nunca llegó el asfalto, ni Cerdà, ni el cartero, mucho menos un autobús que les hiciese sentir que estaban en el mapa, así que los pocos vecinos que seguían viviendo por allí y los cuatro nostálgicos que se arrimaban de vez en cuando, como ahora ellos, estaban condenados a seguir abriendo con sus pies el sendero que conduce, montaña abajo, a la parada más próxima.