El diccionario

El terrateniente confió a mi abuelo el cuidado de la hacienda y se fue a vivir a la capital. Lo único que le dejó como pago fue un gran diccionario ilustrado. Mi abuelo no sabía leer, así que encontró al libro una mejor utilidad: cada mañana, antes de salir hacia la finca, arrancaba una página del diccionario y se envolvía el bocadillo.
En cualquier caso, mi abuelo nunca perdió el respeto por aquel diccionario, y poco antes de su muerte, nos lo regaló a mí y a mi hermano asegurando que “algún día sería de gran valor”. Podría haber dicho utilidad, pero dijo valor, y nosotros dedujimos que aquel libro, pese a faltarle unas páginas, algún día valdría un dineral.
Como casi nunca que teníamos algo de valor, fuimos incapaces de acordar quien lo guardaba, así que lo repartimos a partes iguales. Rompiéndolo en dos mitades tocábamos a 750 páginas por cabeza, pero la primera mitad sólo incluía 8 letras (de la A a la I), y en la otra parte quedaban las 18 restantes. No nos convenció ese reparto, y entonces peleamos, una a una, cada letra del abecedario. Repartimos sin disputas las últimas letras, la V, W, X, Y y Z, porque cualquiera que fuese el valor de aquel libro, era evidente que no podía depender de aquellas iniciales con tan pocas palabras.
Luchamos duramente por las consonantes, casi llegamos a las manos en el turno de las vocales y la negociación se atascó finalmente con la primera letra del abecedario. La A tenía muchas páginas y palabras que nos parecieron muy importantes, como “abizcochado”, “aceleratriz” o “admonición”. Las peleamos una a una. Yo me quedé con la página de “acordeón”, porque siempre quise tener uno, con el “asma” que padecía desde chico y el “archimillonario” que nunca podría ser. Mi hermano se adjudicó la cuartilla de “aerolínea”, que valía por dos, porque incluía “aerofagia”, y las hojas de “austrohúngaro”, “arquero” y “arañazo”.
Al final sólo quedó sobre la mesa la página encabezada por las palabras “abyecto” y “abyección”. Antes de poder mirar su significado, mi hermano la arrancó de un tirón y me dijo que “abyecto” era lo mismo que imbécil, y que a nadie le gusta una palabra que te explica que eres imbécil, de manera que no pagarían por ello. Nunca sacamos un duro de aquel diccionario, pero el abuelo estaba en lo cierto, el libro tuvo un gran valor: aquella tarde quedó claro quien era el más abyecto de los dos.

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