El departamento

Vivía en un antiguo departamento con techos altos y media docena de habitaciones. Todas estaban cerradas con llave. El oscuro pasillo de puertas selladas y lámparas sin bombillas era tan largo como su soledad. Al fondo, en el comedor, se había instalado una pequeña cama. Dormía allí, junto al calor de la cocina, a un paso del lavabo, cerca de una ventana viuda de sol.
En los últimos años, la tristeza le había ganado terreno en la distribución de la casa. Durante un tiempo la mantuvo a raya, atrincherada en la habitación de la entrada. Eran aquellos tiempos en que los niños corrían por el pasillo y el olor a sardinas, a cordero y a bizcocho de chocolate llegaba hasta la escalera.
Aquello se fue perdiendo, y la tristeza comenzó a avanzar por el pasillo. A medida que la gente abandonaba la casa, dejaba una habitación sin defensa y la tristeza no tardaba más que unos días en echarse encima. Así las fue cerrando con llave, cegando una tras otra con la esperanza de barrerle el paso, pero la tristeza se colaba por las rendijas.
Poco a poco se fue retirando hacia el comedor, atrincherándose en aquella mesa donde siempre habían jugado a las cartas y que ahora soportaba sus solitarios. Allí le sorprendió la sombra del pasillo una mañana, cuando de un pequeño salto se coló en el comedor. Instintivamente miró hacia la ventana, hacía tiempo que la contemplaba como una digna escapatoria, pero en vez de eso, recogió la baraja, la guardó en el cajón de la cómoda y sacó una palanca de hierro que tenía envuelta en un trapo.
Se adentró en la oscuridad del pasillo, no necesitaba palpar las paredes, conocía el camino de memoria. Se detuvo frente a la habitación de la entrada y clavó la herramienta en el marco hasta que saltó la cerradura. La luz se comió un cuarto de pasillo.
Se acercó a un sofá con el asiento ahuecado, tenía los brazos gastados a la altura de las palmas de las manos, y reconoció que aquella era la huella de su padre. Los estantes estaban repletos de fotografías amarillas y botes llenos de conchas. Cada bote tenía escrito un año, los veranos que pasaron en Sitges recogiendo conchas de la orilla.
La siguiente puerta cedió con más dificultad. Cuando los ojos se acostumbraron a la luz que entraba por la ventana, descubrió la habitación de un niño. Estaba exactamente igual que la habían dejado una mañana de agosto hacía 30 años. Abrió un cajón y olió la ropa con angustia, porque nunca se supera la muerte de un hijo.
Tras la tercera puerta había una cama de matrimonio, un viejo tocador con un cepillo del pelo y una foto de boda. Se fue directamente al armario y repasó la ropa de mujer con las manos. Tan sólo faltaba el vestido negro.
Apretó el marco de la fotografía sobre el pecho y el polvo le dejó una mancha sobre el corazón. Entonces se cambió de camisa, cogió una americana del ropero y buscó en la cómoda uno de aquellos pañuelos que su mujer guardaba con una ramita de romero. Pensó que nunca volvería a olerlos.
Se acomodó el pañuelo con ternura en el bolsillo de la americana y se fue hacia la calle, dejando tras de sí un pasillo lleno de luz. Ni siquiera palpó las llaves en el pantalón, ni miró hacia atrás como otras veces. La tristeza ya no tenía donde esconderse.

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